nene
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Publicado: Sab Ene 24, 2009 2:17 am Asunto: La insoportable gravedad del Código Penal |
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La insoportable gravedad del Código Penal (I)
Actualmente, tenemos el Código Penal (CP) más represivo de la Europa occidental. Entre esos países europeos, España ocupaba en 2003 el primer puesto en lo que se refiere a personas privadas judicialmente de libertad (138 por cada 100.000 habitantes), frente a, por ejemplo, las 98 de Alemania, las 93 de Francia, las 89 de Bélgica, las 68 de Suecia y Suiza o las 59 de Noruega, que figura en el último lugar, habiéndose casi cuadruplicado la población penitenciaria en nuestro país en el período de tiempo 1984-2004, pasando de 38 a 139 por cada 100.000 personas. Nuestro vergonzoso liderazgo se ha seguido manteniendo en los últimos años, ya que todas las reformas posteriores del CP se han promulgado, sin excepción, para crear nuevos delitos y, consiguientemente, nuevas penas, o para incrementar las ya existentes, y todo ello, a pesar de que, según los datos proporcionados por el secretario de Estado de Seguridad, Antonio Camacho, España es uno de los países de Europa con menor tasa de criminalidad violenta: 2,5 delitos violentos por 1.000 habitantes en 2007, muy por debajo de, por ejemplo, la de Francia (5,1), Bélgica (9,6) o Suecia (10, .
Para ilustrar con ejemplos esa severidad punitiva de nuestro Código baste señalar que para una madre que trata de entregar a su hijo adicto internado en un centro penitenciario droga por un valor de 72 euros está prevista una sanción de, al menos, nueve años de prisión (véase, entre otras, la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de noviembre de 2007), la misma pena que se le impone a la correo latinoamericana que, para paliar en algo su miseria, intenta introducir en España el kilo de cocaína que alberga en su estómago. Y que para un aficionado francés que en el partido Olympique de Marsella-Atlético de Madrid, celebrado en el Estadio Vicente Calderón el 1 de octubre de 2008, agredió a un policía con una silla, sufriendo dicho agente de la autoridad unas lesiones sin importancia, que ni siquiera le impidieron seguir dedicándose a sus ocupaciones habituales, el fiscal solicitaba, con toda razón al aplicar consecuentemente el Derecho penal vigente, la pena de ocho años de prisión, pena que la jueza redujo benévolamente a tres años y seis meses, sin que quepa la posibilidad de suspensión condicional de esa pena, ya que nuestro CP sólo la autoriza cuando la privación de libertad no excede de dos años.
En los casos concretos que acabo de señalar, las disparatadas penas previstas por el CP obedecen a que, en la lucha contra el tráfico de drogas, el legislador no ha sabido y no ha querido distinguir, a la hora de establecer las penas -porque la presión mediática no toleraba ninguna clase de matización-, entre las conductas que se llevan a cabo por los responsables de la criminalidad organizada y las de simple menudeo. Y, por lo que se refiere al aficionado francés del Olympique de Marsella, a que el atentado a la autoridad que se le imputaba pasó de castigarse con una pena que tenía como grado mínimo el de seis meses -en el CP 1973- a otra cuyo tope inferior es el de tres años -en el malhadado y vigente CP 1995, texto legal con el que se inicia la imparable escalada punitiva de nuestro Derecho-, y a que, ante algún suceso de violencia en los campos de fútbol, el legislador tampoco supo sustraerse a la presión mediática y en 2004 decidió sancionar los desórdenes públicos en espectáculos deportivos, que hasta entonces se reprimían con una pena de prisión cuyo límite mínimo era de seis meses, con otra privativa de libertad que se extiende de tres a seis años.
La metastásica creación de nuevos delitos y los bárbaros incrementos de penas -a pesar del bajo índice español de criminalidad- deben ser reconducidos fundamentalmente a dos clases de factores. En primer lugar, a que los «nuevos gestores de la moral colectiva» (grupos ecologistas, feministas, antixenófobos, etc.), que hasta hace unas décadas defendían postulados descriminalizadores y humanizadores del Derecho penal, han pasado a converger, en sus objetivos, con los propugnados desde siempre por los de derecha y extrema derecha con su continua exigencia de «ley y orden», lo que ha traído como consecuencia, entre otras, que comportamientos que hasta hace poco sólo constituían ilícitos administrativos, civiles o mercantiles -y con ello bastaba y sobraba para prevenir su ejecución- hayan pasado a engrosar el articulado del CP. Y, en segundo lugar, a que las ocasionales víctimas de delitos más o menos graves, o sus familiares, a pesar de que su motivación es preferente y comprensiblemente un espíritu de venganza, incompatible con los principios que deben informar la legislación penal en un Estado de Derecho, encuentran eco inmediata y profusamente en los medios de comunicación -que, en lugar de moderar ese espíritu, lo atizan, porque está en consonancia con los sentimientos irracionales de la población-, condicionando todo ello que los partidos (tanto si son de derechas como de izquierdas) se pongan a la cabeza de la manifestación («¡tolerancia cero!»), ya que los políticos descubrieron hace tiempo que en el Derecho penal -más precisamente: en el endurecimiento del Derecho penal- había una gran cantera de votos.
Cuando se exige el establecimiento en España de la cadena perpetua -apelando a que nosotros no vamos a ser menos y a que esta pena existe ya en la mayoría de los países de la Europa occidental-, queriendo poner con ello de manifiesto una supuesta benevolencia de nuestra legislación frente a esas otras naciones de nuestro entorno, simplemente se está confundiendo a la opinión pública.Desde 2003 el CP español prevé para los delitos más graves la pena de prisión de 40 años de cumplimiento íntegro, sanción máxima y devastadora cuyos efectos no han podido apreciarse todavía, ya que, naturalmente, sólo puede imponerse para los hechos punibles cometidos a partir de ese año, puesto que tanto nuestra Constitución como las declaraciones internacionales de derechos humanos ratificadas por España impiden la aplicación retroactiva de las leyes penales desfavorables para el reo. Con esa pena España se sitúa, una vez más, a la cabeza europea de la represión ejercida con penas privativas de libertad. Ciertamente que en la mayoría de los países europeos existe la cadena perpetua; pero esa pena sólo figura en los Códigos con un carácter simbólico, ya que en la práctica nunca se aplica. Y así, la ejecución de la prisión perpetua puede ser suspendida en Bélgica y en Finlandia a partir de los 10 años, en Dinamarca, de los 12, y en Austria, Francia, Suiza y la República Federal (después de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 21 de junio de 1977) a partir de los 15, mientras que, de acuerdo con nuestro vigente CP, el cumplimiento de los 40 años de prisión es efectivo y no admite revisión alguna durante su ejecución. Por sólo mencionar un país: en Alemania -lo que en España sería legalmente imposible después de la reforma de 2003- la media de cumplimiento efectivo de la prisión perpetua es de 18 años y sólo en casos excepcionales puede rebasarse dicho límite. Ello es lo que ha sucedido, recientemente, con Christian Klar, un terrorista de la banda Baader Meinhof, condenado a cadena perpetua por nueve asesinatos consumados y 11 en grado de tentativa.Klar ha sido puesto en libertad el 19 de diciembre de 2008, después de cumplir 26 años de prisión, en virtud de una resolución -apoyada por el Ministerio Fiscal- de 24 de noviembre del mismo año del Tribunal Superior de Justicia de Stuttgart, puesta en libertad que era preceptiva, porque lo único determinante para decretarla era si de Klar, quien, por lo demás, no ha mostrado arrepentimiento alguno, podía temerse que ejecutara, una vez recobrada la libertad, ulteriores delitos contra la vida: «La Sala, de acuerdo con los peritos y con el establecimiento penitenciario, no ve ningún punto de apoyo que haga pensar en una peligrosidad subsistente del condenado».
Y en esas estábamos cuando el Gobierno se descuelga en noviembre del pasado año con un anteproyecto de reforma del CP en el que, otra vez, se incrementan las penas preexistentes, se introducen otras que hasta ahora eran desconocidas y se crean delitos de nuevo cuño. Ese anteproyecto, si llega a convertirse en ley, va a aumentar, aún más, el hacinamiento en nuestras cárceles, hacinamiento que imposibilita alcanzar el objetivo -imprescindible para la resocialización del delincuente- fijado por el art. 19.1 de la Ley Penitenciaria: «Todos los internos se alojarán en celdas individuales», porque no hay ganas -y, aunque las hubiera, tampoco hay dinero- para construir prisiones que puedan acoger con un mínimo de dignidad a la población penitenciaria más numerosa de Europa.
La Exposición de Motivos del anteproyecto justifica la reforma, como argumento decisivo, con que hay que «responder a las demandas sociales». Ciertamente que una de esas demandas -«¡que se pudran en las cárceles!»- es humanamente comprensible cuando sale de los labios de las víctimas o de sus familiares. Pero que ese eslogan sea repetido igualmente por muchos de nuestros políticos es algo que les descalifica como representantes de un Estado de Derecho, porque todos ellos han prometido guardar y hacer guardar la Constitución, y porque, en consecuencia, e incluso para el peor de los criminales, aquélla les garantiza también su «dignidad» como persona (art.10.1), el «derecho a la libertad» (art. 17.1), que no puede ser vulnerado en su «contenido esencial» con penas de prisión interminables y, en consecuencia, «inhumanas y degradantes» (art. 15), así como que «las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y rehabilitación social» (art. 25.2).
La insoportable gravedad del Código Penal (II)
De entre los numerosos defectos politicocriminales y técnicos del Anteproyecto del Código Penal de 2008 aprobado por el Gobierno, quiero ocuparme aquí de dos de ellos.
En primer lugar de la nueva «pena de libertad vigilada», que se extiende hasta los 20 años y que se empieza a ejecutar una vez cumplida la prisión, con lo que, en el supuesto de los delitos más graves -de los sancionados con 40 años de cumplimiento íntegro de prisión- la pena efectiva alcanza una duración de 60 años: por consiguiente, quien es condenado a los 30 años de edad habrá extinguido su pena con 90, y el condenado a la edad de 40 años, cuando haya cumplido los 100. Esa «pena», según la Exposición de Motivos, obedece a consideraciones de «prevención especial», es decir: se impone a los delincuentes potencialmente peligrosos para impedir que cometan nuevos hechos punibles.
Con ello, el prelegislador español está desconociendo la elemental distinción -acogida unánimemente tanto por la legislación de los países democráticos como por la doctrina- entre pena y medida de seguridad. La pena, independientemente de que debe estar orientada a la reinserción, tiene un carácter aflictivo, ya que se impone por un delito efectivamente cometido, mientras que la medida de seguridad se aplica, una vez purgada la pena, en función de la peligrosidad del delincuente y no puede tener carácter aflictivo alguno, sino solamente uno terapéutico y cautelar para que el autor no vuelva a reincidir, lo que se entiende por sí mismo: la sociedad tiene todo el derecho a poner los medios para que el violador que ha extinguido la pena no vuelva a cometer ulteriores delitos contra la libertad sexual -internándole incluso, si ello es absolutamente necesario, y hasta que cese su peligrosidad, en un establecimiento de terapia social-, pero esa medida (de seguridad) no es una pena: porque el autor no tiene la culpa de ser peligroso y porque lo único por lo que se le puede castigar es por un hecho que ya ha cometido, y no por otro que ni ha ejecutado ni tal vez nunca iba a ejecutar.
Ignorando esa distinción elemental, los autores del Anteproyecto llaman «pena» a lo que técnicamente es una «medida de seguridad» y obligan al juez a imponerla en el momento de dictar sentencia, lo que supone desconocer el sentido y el fin de esa consecuencia jurídica, porque si la «libertad vigilada», como reconoce la E de M, tiene su fundamento en la «prevención especial», ¿dónde está la bola de cristal que ha permitido al legislador adivinar que un delincuente va a seguir siendo peligroso 40 años después de haber sido condenado?
La medida de seguridad basada en la peligrosidad sólo tiene sentido imponerla una vez extinguida la condena, porque ese es precisamente el momento en el que hay que elaborar el pronóstico de si mantiene o no la tendencia a cometer ulteriores delitos, medida que desde siempre he defendido que se debe aplicar -cuando el pronóstico sea desfavorable- a los delincuentes sexuales, y ello por dos motivos: en primer lugar, porque se trata de infracciones especialmente graves y, en segundo lugar, por el alto índice de reincidencia en esa clase de delitos. En cambio, la imposición preceptiva a los terroristas de la «libertad vigilada» está en contradicción con la razón de ser -peligrosidad- de esa «medida de seguridad», porque en los delitos contra la vida, como demuestran las estadísticas, el riesgo de reincidencia del autor en esa clase de delitos es prácticamente nulo, y nulo sin más cuando a quien se le quiere aplicar es a un anciano que, después de la reforma de 2003, sólo puede salir de la cárcel cuando ha cumplido ya los 70 o los 80 años de edad.
Siguiendo el modelo anglosajón, ampliamente criticado por la doctrina continental, el Anteproyecto establece ahora la responsabilidad penal de las personas jurídicas, lo que vulnera los principios de responsabilidad personal y de culpabilidad, principios que fueron consagrados como una gran conquista en la reforma penal de 1983. Me resisto a creer que los autores del Anteproyecto hayan sido conscientes de la trascendencia que implica esa reforma.Porque, según el artículo 430.2 del Anteproyecto, si el administrador de una sociedad anónima comete un delito de cohecho o de tráfico de influencias, la responsabilidad penal no sólo le alcanza al autor, sino también a la entidad a la que haya beneficiado esa conducta penalmente ilícita.
Es decir: que si un apoderado del Banco de Santander soborna a un funcionario, el tribunal, imperativamente, tiene que suspender todas las actividades de esa entidad financiera y clausurar igualmente todas sus sucursales. Pero ¿en qué cabeza cabe que por la actuación individual de una administrador desleal tengan que responder los miembros del consejo de administración que ignoraban esa actividad delictiva, los millones de accionistas, empleados y depositantes del banco y, en definitiva, todos los españoles que resultarían afectados por el terremoto financiero y económico que supondría la clausura del primer banco nacional?
Como he tratado de exponer a lo largo de esta Tribuna, el Anteproyecto de 2008 es tan politicocriminalmente funesto y técnicamente equivocado como coherente con las predominantemente desastrosas anteriores reformas de populares y socialistas.
Enrique Gimbernat es catedrático emérito de Derecho Penal en la Universidad Complutense y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
http://elmundo.es/opinion/tribuna-libre/2009/01/2582366.html
http://www.elmundo.es/opinion/tribuna-libre/2009/01/2583000.html |
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